Una vez fui a robar cosas a una lote lleno de porquerías y me atrapó el dueño, un policía retirado de mi ciudad. Me pegó un par de cachetadas y me amenazó con dispararme un tiro si no le decía dónde estaba el resto de la banda. La “banda” estaba escondida entre unos coches viejos y rotos, destartalados, de los cuáles habíamos hecho nuestra misión robar un par de llantas para adornar el pequeño “club” que nos habíamos armado luego de ver “The Goonies“. Yo, el gordito que no podía correr rápido aunque su vida dependiera de eso, me quedé afuera haciendo guardia, con un walkie talkie para avisar al resto sobre cualquier movimiento extraño.
Lo que ninguno de nosotros sabíamos, en nuestra inocente estupidez, es que ese terreno ya había sido robado el día anterior. Y no es que lo habían robado en el sentido en el que lo queríamos “robar” nosotros, apenas sacando un par de llantas oxidadas de algunos coches rotos para colgar como trofeos de valentía en nuestro lugar de reunión. ¡Lo habían desmantelado! El terreno tenía una casa en el medio, que desde afuera no era evidente, a la que le habían roto las puertas, cagado el piso, saqueado todo lo que podían llevarse y roto lo que no. Yo no sabía nada de esto cuando me anoté para la misión, pero el dueño del lugar estaba enteradísimo.
-¿Qué hacés vos acá?- dijo apenas bajó del coche con el que estaba patrullando la zona.
– No, nada, señor. Acá estoy nomás..- me acuerdo que le contesté, poco convencido.
-Ah, sí… ¿y eso que es?-, retrucó, señalando mi walkie.
-Una radio, señor. Estoy escuchando el partido…
– ¿¡Pero por quién me tomás, nene!? ¡Vení para acá!
Ahí fue cuando me agarró de los pelos, me arrastró hacia adentro y quiso saber los nombres de todos nosotros. Yo estaba muerto de miedo, es cierto, pero código Goonie mediante, opté por el silencio. En vano, porque este era un tipo acostumbrado a interrogar sospechosos, así que me iba a arrancar la verdad como fuera. La primera cachetada me tomó por sorpresa, cruzó mi cara como fuego ardiente. “Esto es real“, recuerdo que pensé inmediatamente luego del golpe. “Más real que cualquier cosa que me haya pasado antes“. Y, por primera vez en mi vida, temí ante la posibilidad de dejar de existir.
Ni tiempo para recuperarme tuve, cuando volvió a preguntarme por los nombres de mis amigos. Esta vez la cachetada sí la vi venir, porque le respondí igual que antes, con un rotundo “no sé, señor”. No es que me haya dolido menos por haberla predicho. Por el contrario, ese segundo golpe me puso en mi verdadero lugar. En el lugar de un niño que estaba indefenso y a punto de ser molido a palos por un adulto violento. Y me largué a llorar. Lloré como el niño que era y que no podía disimular. ¡Hasta le rogué por mi vida! Fue ese momento mío de inmensa vulnerabilidad, el que el tipo eligió para mostrarme el revolver que llevaba en la cintura y acusarme de ser el mismo que le había robado el día anterior.
No había manera de convencerlo que no, que era toda una equivocación, que ni yo ni mis amigos habíamos tenido nada que ver con eso. ¡Que no sabíamos nada! Ni los llantos, ni los gritos, ni las disculpas, nada lo convencieron. Y, en perspectiva, hay que decirlo, era algo bastante dificil de creer. ¡Vaya casualidad!
Así que, con mi vida en la línea, finalmente soplé todo. Dije mi nombre, el nombre de mis amigos, qué hacíamos ahí y hasta lo que había comido para almorzar. El tipo, al ver que éramos todos de “familias conocidas y de buena reputación”, y al darse cuenta que él también había metido la pata, me dejó ir con la promesa de que nunca le contara a nadie nada de lo que había sucedido esa tarde, cosa que a mi me pareció super bien.
Así que esta, además de una anécdota, significa la ruptura de ese pacto de silencio. No sé cómo sentirme al respecto, la verdad.
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