Durante la Guerra Fría la humanidad vivió con una espada de Damócles atómica pendiendo sobre su cabeza. El temor a sufrir ataques nucleares obsesionaba a los gobiernos y la población en general, sobre todo a la de los países implicados en el conflicto. Muchas familias creían que su país sería atacado con bombas atómicas y decidieron construir en sus casas un refugio en el que ponerse a salvo hasta que bajasen los niveles de radiactividad en el exterior.
Cerca de 200.000 familias incorporaron a sus casas un cuarto seguro y sólido, blindado con gruesos muros de hormigón, en el que se almacenaban agua, alimentos, muebles y todo tipo de enseres necesarios para mantener con vida a sus ocupantes como mínimo durante dos semanas.
El terror atómico
Las bombas atómicas que Estados Unidos detonó sobre Nagasaki e Hiroshima cambiaron la percepción que la humanidad tenía de la guerra. Si bien una guerra convencional era vista como algo atroz, sobre todo para la población civil que debe soportar verdaderas lluvias de bombas sobre sus casas, una guerra nuclear era algo completamente diferente. Ya no bastaba con tener suerte y esquivar una carga de TNT que caía del cielo, sino que luego de una terrible explosión nuclear quedaban restos de radiactividad que hacían del aire, el agua y los alimentos una trampa mortal. A mediados del siglo pasado, el gobierno de los Estados Unidos -y podemos suponer que el de la ex-URSS también- construyó, más o menos en secreto, una serie de grandes refugios nucleares.
El Presidente Kennedy desarrolló un programa para construir estas edificaciones, que estaban destinadas principalmente a proteger a los altos funcionarios del gobierno y permitir que las cúpulas militares siguiesen funcionando aún en medio de una guerra nuclear. Algunos de estos edificios solían marcarse con un cartel amarillo y negro que los identificaba, pero muchos permanecieron en secreto para evitar una avalancha de ciudadanos buscando refugio cuando las cosas se pusiesen feas.
Esencialmente, estos refugios eran sitios prácticamente blindados, a menudo subterráneos, con gruesas paredes destinadas a evitar que la radiactividad “friera” a sus ocupantes. Se construyeron en algunas ciudades y también bajo algunas montañas. Atiborrados de provisiones, estos sitios constituían un lugar relativamente seguro en el que esperar unos días o semanas hasta que lo peor del asunto hubiese pasado. Algunos de ellos, los mejor construidos, incluso puede que saliesen bien librados de un impacto nuclear en las inmediaciones.
Obviamente, no había que ser un genio para darse cuenta de que ese puñado de sitios no bastaba ni siquiera para poner a salvo el 1% de la población del país. El ciudadano corriente, cuyo empleo, cargo político o militar no lo convertía en “indispensable”, quedaba librado a su suerte. Fue entonces en que muchas familias, generalmente aquellas que tenía un mejor poder adquisitivo y el grado de paranoia adecuado, decidieron construir pequeñas versiones de estos refugios en sus casas.
Refugios nucleares en los hogares
Un historiador de la Universidad de California, Nicholas Cull, ha dicho que “la década de los años 50 fue una época de prosperidad sin precedentes en los Estados Unidos, pero también de una ansiedad sin igual. El miedo a un ataque nuclear hizo construir a muchos norteamericanos sus propios refugios nucleares subterráneos, acopiaron alimentos, agua, medicinas y ropa. Muchos de ellos fueron construidos y mantenidos en secreto. Algunos historiadores aseguran que el número de refugios domiciliarios llegó a superar los 200 mil.”
Nunca hubo un programa federal de ayuda o algo parecido que sirviese de apoyo para la construcción de estos refugios. Sin embargo, varios gobiernos estatales y locales promovieron comités de protección civil que impulsaron su creación. Como ocurre a menudo, la demanda de información por parte de los interesados en construirse su propio sitio seguro en casa hizo que algunas empresas o particulares buscasen la forma de hacerse con algún dinero extra gracias al pánico de la población civil.
En 1962, por ejemplo, se hizo muy popular un pequeño libro llamado “Fallout Shelter Handbook”, escrito por Chuck West. La portada muestra una imagen de la “típica familia norteamericana” -todos blancos, bonitos y risueños- viviendo cómodamente en su refugio luego de ocurrido un ataque nuclear. Mientras que la madre ataviada con vestido y delantal prepara la cena, el padre disfruta de la lectura de una revista fumando en pipa.
No solo la imagen “políticamente correcta” de la familia es una absoluta ilusión. Resulta bastante difícil imaginar que luego de que tu ciudad fuese bombardeada por el enemigo y el 90% de tus vecinos, familiares y amigos se han convertido en vapor, alguien tuviese la presencia de animo suficiente como para ponerse un delantal al cocinar o leer una revista plácidamente sentado en un sillón. Algunas de las imágenes que hay en sus páginas resultan hasta cómicas. Por ejemplo, se puede ver como una señora hace ejercicio en una bicicleta fija mientras al mismo tiempo genera electricidad para el refugio.
Los refugios “hogareños” eran en realidad bastante simples, y había -resumiendo bastante- dos modelos básicos. El primero de ellos era un cuarto más del hogar. Tal como se describe en las páginas del “ Fallout Shelter Handbook”, bastaba con construir cuatro paredes de hormigón reforzado dentro de tu vivienda, meter en él un montón de agua, comida, medicamentos, muebles y -si el presupuesto alcanzaba- un generador eléctrico que te permitiese utilizar una radio para escuchar las noticias. El sitio debía ser lo suficientemente grande como para que la familia pudiese estar cómoda durante semanas. Sin embargo, por lo que puede verse en los dibujos, posiblemente en caso de tener que encerrarse en lugares tan reducidos como esos, se hubiesen matado unos a otros al segundo día víctimas del pánico y la claustrofobia.
El segundo modelo era subterráneo. Si tenías espacio en el patio, podías intentar enterrarte como una rata por tus propios medios. A veces, un trozo de caño de chapa metálica servía como cuerpo principal del refugio. Rodeando el tubo con hormigón y poniendo la cantidad suficiente de tierra encima, era posible que salieses bien parado de una detonación nuclear que ocurriese, por ejemplo, a 100 kilómetros de tu casa. Si el impacto se producía relativamente cerca, el refugio se convertiría en una bonita y cilíndrica tumba.
Los más previsores pensaban en el suministro de aire limpio (instalando filtros) y en la eliminación de los desechos generados por la familia cada día. Es extraño, pero casi ninguno de los dibujos mostrados en estos folletos se hace referencia al cuarto de baño. Lógicamente, y salvo que todos los refugiados estuviesen increíblemente estreñidos, los desechos se hubiesen convertido en un lindo problema para resolver.
Obviamente, el libro constituía una pieza más de una gran maquinaria destinada a minimizar los riesgos de una guerra nuclear. La idea era evitar el pánico, y dejar flotando la idea que si tomabas determinadas precauciones, nada pasaría. Un buen ejemplo de esto es la frase que todo norteamericano que vivió en ésa época debía conocer: “Duck and Cover” (Agacharse y Cubrirse). Como se ve en la imagen, el gobierno distribuía folletos en los que se explicaba cómo incluso los muebles eran una buena protección contra una bomba nuclear.
La niña que se esconde debajo del pupitre, en caso de que se hubiese producido el ataque, se hubiese convertido en vapor independientemente de lo fuerte que fuese el mueble. Y con los refugios, al menos con la mayoría de ellos, hubiese pasado algo similar. A pesar de la confianza que inspiraban estos lugares, lo cierto es que la explosión nuclear con seguridad hubiese sepultado a sus habitantes bajo toneladas de escombros, o sellado sus salidas de forma que posiblemente no hubiesen podido volver a salir al exterior.
Hoy en día la amenaza nuclear parece haber disminuido lo suficiente como para que casi nadie se ponga como loco a cavar para construir un refugio antiatómico. Afortunadamente, la mayoría de los refugios se han “reciclado” y convertido en cavas, bodegas, o hasta en cuartos de juego. En muchos casos, los moradores actuales que compraron las casas a sus antiguos dueños ignoran por qué fueron construidos tan extraños cuartos, siempre sin ventanas y con muros de concreto. No son más que una especie de “dinosaurios de hormigón”, extinguidos al final de la Guerra Fría.