Las radiaciones procedentes del Sol son extremadamente dañinas para la vida. Los animales y vegetales terrestres están protegidos por el ozono -una forma alotrópica del oxígeno- contenido en la atmósfera, pero la concentración de este gas ha ido disminuyendo por el uso desmedido de compuestos químicos como los clorofluorocarbonos (CFC). A fines del siglo pasado la comunidad científica parecía enormemente preocupada por este “agujero en la capa de ozono”, pero en los últimos años raramente se habla de su estado. ¿Qué ha pasado con la capa de ozono?
Hubo una época, hace 15 o 20 años, donde parecía que la única catástrofe ecológica que amenazaba nuestro planeta era la disminución de la concentración del ozono en la parte superior de nuestra atmósfera. Era prácticamente imposible encontrar un diario o programa de TV en el que no se tratase el tema. No era para menos: nuestra atmósfera posee, en una franja que se sitúa entre los 15 y 40 kilómetros de altitud, una determinada concentración de moléculas de ozono que es capaz de absorber entre el 97% y el 99% de la radiación ultravioleta de alta frecuencia que nos llega del Sol. En realidad, el ozono no es otra cosa que una forma alotrópica del oxígeno, una molécula compuesta por tres átomos de oxígeno (O3) que sólo es estable en determinadas condiciones de presión y temperatura. Cuando un rayo ultravioleta de alta frecuencia choca contra una molécula de ozono, este rayo no llega a la superficie, evitando que dañe a los seres vivos. La denominada “capa de ozono” es en realidad muy tenue, sólo se encuentran entre 2 y 8 partículas por cada millón de moléculas, y si se encontrase al nivel del mar, la presión atmosférica la reduciría a solo 3 milímetros de espesor. Así y todo, su existencia es indispensable para la vida.
Sin embargo, y a pesar de que durante millones de años cumplió perfectamente con su cometido, de pronto comenzó a deteriorarse. Los científicos descubrieron que esta concentración de ozono estaba disminuyendo de forma alarmante, especialmente sobre los polos. El proceso era bastante rápido, y se acentuaba sobre todo en el Polo Sur, donde la concentración de este gas se había reducido en un 50%. En la década de 1980 comenzaron a acumularse pruebas contundentes de que el ritmo de esta erosión en la capa protectora de la Tierra incluso estaba acelerándose, y era particularmente notable en el invierno. En esa época del año se forma una corriente de aire extremadamente frío que rodea a la Antártida, favoreciendo la formación de partículas de hielo estratosféricas. Estas nubes de partículas heladas actúan como un catalizador que permiten a determinados compuestos combinarse entre sí. ¿Qué tiene esto que ver con la “salud” de la capa de ozono? Bien, los compuestos en cuestión eran los ahora famosos compuestos clorofluorocarbonados (CFC) utilizados como fluido refrigerante bajo el nombre comercial de freones. Estos compuestos son los que hacen posible la existencia de refrigeradores y equipos de aire acondicionados, y aunque se sintetizaron por primera vez en los años 1930, lo cierto es que no se convirtieron en un problema hasta medio siglo más tarde.
Cada vez que se desecha un aparato que basa su funcionamiento en uno de estos gases, tarde o temprano sus conductos se perforan y el freón escapa a la atmósfera. Luego de ascender hasta la zona donde se encuentra el ozono, el cloro que forma parte de su molécula reacciona con el O3 y lo destruye. Los átomos de oxígeno que formaban la molécula de ozono original quedan firmemente vinculados en nuevas configuraciones junto al cloro, y la cantidad de O3 protector existente en la atmósfera disminuye, aumentando la posibilidad de que las radiaciones perjudiciales lleguen al suelo. Las condiciones atmosféricas del invierno antártico -diferentes a las más suaves del Ártico- evitan que el aire más cálido y rico en ozono existente alrededor de ese continente alcance el Polo Sur, impidiendo que el ozono destruido sea reemplazado. El resultado es una especie de anillo de ozono que rodea la región sur del planeta, con una marcada disminución en la concentración de gas O3 en su parte interior.
Una vez conocido el problema, se hizo evidente que el primer paso para evitar una verdadera epidemia de casos de cáncer de piel y demás efectos nocivos era -por supuesto- dejar de emitir componentes CFC a la atmósfera. El 16 de septiembre de 1987 se reunió la Asamblea General de las Naciones Unidas, firmando el Protocolo de Montreal. Entre otras cosas, se instaba a reemplazar los freones por compuestos de similares características pero libres de CFC, y eliminar gases similares utilizados en los miles de millones de “aerosoles” usados cada año en el mundo. Actualmente, la NASA estima que el tratado de Montreal ha evitado que dos terceras partes de la capa de ozono resultasen completamente destruidas. Si esto hubiese ocurrido, la temperatura mundial hubiese subido en más de un grado centígrado -potenciando el calentamiento global- y muchos cultivos especialmente sensibles a las radiaciones ultravioletas hubiesen desaparecido. Los efectos sobre los animales -humanos incluidos- hubiesen sido tremendos. Se estima que la intensidad de los rayos UV se abría multiplicado por seis, dañando el ADN. Sin la reducción de CFC, una exposición de solo 5 o 10 minutos al Sol bastarían para provocarnos quemaduras en la piel. Tanto se le debe a las medidas propuestas en Montreal, que en 1994, la Asamblea General de las Naciones Unidas instituyo el 16 de septiembre como el Día Internacional para la Preservación de la Capa de Ozono.
Mucha agua ha corrido por debajo del puente desde que se descubriese el problema de la capa de ozono. La humanidad parece haber aprendido la lección, y el mundo estará libre de CFC a partir de 2020. La cantidad de ozono atmosférico hoy se mantiene estable, y los especialistas realizan continuas observaciones para determinar día a día su evolución. El problema no ha desaparecido, ya que la concentración de O3 no ha vuelto a ser la original, pero al menos no ha empeorado. “El caso de la capa de ozono” debería servirnos de advertencia y como ejemplo de lo que puede pasar y lo que debemos hacer para evitar esta clase de desastre. Si los responsables del calentamiento global tomasen las medidas adecuadas, dentro de 20 años podríamos escribir un artículo como este. ¿No te parece?