En el periódico San Francisco Call del primero de septiembre de 1896 apareció un pequeño artículo que daba cuenta de un proyecto desarrollado por el Dr. C. A. Smith. Se trataba de una máquina voladora, construida en zinc y aluminio e impulsada por un motor eléctrico. Deberían pasar aún 7 años para que los hermanos Wright efectuaran su primer vuelo, y aunque el aparato de Smith era más liviano que el aire, introducía una serie de mejoras a los globos aerostáticos disponibles desde 1783.
El hombre siempre ha soñado con volar. Desde las antiguas leyendas -como la de Ícaro, el joven hijo de Dédalo equipado con alas de plumas que muere en el mar cuando el Sol derrite la cera utilizada para pegarlas- hasta los modernos aviones, pasando por los vuelos en globo de los hermanos Montgolfier en 1783, miles de ingenieros y aficionados buscaron la forma de volar como los pájaros. No siempre lo consiguieron, y muchos pagaron con sus vidas la osadía de haber intentado vencer la fuerza de la gravedad que los mantenía pegados al suelo. La mayoría de estos intentos, aunque no todos, han quedado en el olvido.
En la edición de primero de septiembre de 1896 del San Francisco Call, un periódico editado en la ciudad homónima, apareció un artículo que daba cuenta de una novedosa máquina voladora. El proyecto, desarrollado por un tal “Doctor C. A. Smith”, consistía en un largo cilindro metálico -construido en zinc y aluminio- y lleno de hidrógeno. Hasta aquí, no era otra cosa que un extraño dirigible de metal. Sin embargo, Smith había pensado en varias modificaciones que hacen de su proyecto algo único. El cuerpo del aparato -de unos 30 metros de largo- no solo era de metal sino que estaba provisto de dos alas plegables similares a las de un escarabajo. La máquina voladora estaba propulsada por un motor eléctrico, algo completamente novedoso para la época, capaz de entregar una potencia de un octavo de caballo de fuerza y hacer girar una hélice de cuatro palas a unas 1500 revoluciones por minuto. Las alas y el motor serían de gran ayuda para despegar o volar con el viento de frente. Una vez en el aire, las alas podían “plegarse” sobre los laterales del cilindro, convirtiendo a la máquina voladora en un dirigible más o menos convencional. Pero si hacia falta, las alas podían subir y bajar, como si fuesen las de un ave, para ayudar al aparato en la dura tarea de ganar altura.
El extraño aparato había sido calculado al detalle por Smith. Sabía que para construir el cilindro principal y su punta cónica necesitaba una gran cantidad de chapa de aluminio (exactamente 16,846 pies cuadrados, unos 1,900 metros cuadrados) y cerca de 90.000 pies cúbicos de hidrógeno (unos 3350 metros cúbicos) para que pudiese elevarse. La elección del zinc y el aluminio como materia prima para diseñar esta aeronave en 1896 no es casual. A pesar de que en 1882 el aluminio era considerado un metal de asombrosa rareza -se producían en todo el mundo menos de 2 toneladas anuales- y su costo era tan alto (tenía el mismo valor que la plata) que solía exhibirse en joyerías, los precios bajaron continuamente hasta colapsarse en 1889 tras descubrirse un método sencillo de extracción del metal, basado en la electrólisis. Esto proporcionaba a Smith un material liviano y barato a la vez.
La máquina, cuya imagen remite a los diseños utilizados en sus novelas por Julio Verne, sería capaz de alcanzar velocidades de entre 120 y 150 kilómetros por hora. El rumbo estaba controlado por dos timones de dirección ubicados en el extremo final del cilindro, a los costados de la hélice, y los pasajeros viajan en el interior del cuerpo principal, en unas cabinas que se encontraban (obviamente) aisladas del hidrógeno que proporcionaba la fuerza de ascensión.
La puerta de acceso quedaba muy cerca del nivel del suelo cuando el aparato estaba en la pista de aterrizaje, y una serie de ventanas proporcionaban a los viajeros esplendidas vistas del exterior. Smith pensaba probar su máquina voladora en Nueva York. Según puede leerse en el artículo del San Francisco Call, tenía previsto despegar desde cerca del puente Golden Gate y aterrizar -4 horas más tarde- al lado de la Estatua de la Libertad. Lamentablemente, dicho vuelo nunca tuvo lugar.
Smith nunca construyó su máquina voladora. Solo pudo hacer una maqueta de la misma, que estuvo en exhibición durante algún tiempo apoyada sobre dos sillas en una tienda de la calle Market en San Francisco. ¿Hubiese cambiado la historia de la aviación en caso de haberla construido? Posiblemente no. Construir una máquina de ese tamaño y complejidad no hubiese sido algo rápido, y seguramente los hermanos Wright hubiesen estado en el aire antes que Smith terminase su trabajo. Además, y a pesar de todo lo avanzado que era el diseño de este aparato, no dejaba de ser un dirigible. Jamás hubiese podido volar a la velocidad que vuela un avión, o tener su maniobrabilidad. Hubiese sido un fracaso comercial en sólo un par de décadas. Sin embargo, no debemos dejar de reconocer el genio de este inventor, que se atrevió a soñar con construir su propia aeronave, introduciendo en el diseño elementos completamente novedosos para la época.