Cuando hablamos de bombas atómicas es inevitable pensar en las dos ciudades japonesas reducidas a escombros por los Estados Unidos al final de la Segunda guerra Mundial: Hiroshima y Nagasaki. Sin embargo, esas detonaciones solo marcaron el comienzo de una serie de pruebas que se extendió a lo largo de la Guerra Fría, y tanto EE.UU. como la ex-Unión Soviética jugaron a ver quién construía el artefacto más grande. El premio a la mayor detonación nuclear de la historia le corresponde sin dudas a La Bomba del Zar, una bomba atómica casi 4000 veces más potente que la arrojada sobre Hiroshima.
Como si se tratase de un juego, los generales y comandantes a cargo del desarrollo armamentístico de cada país compiten para ver quién es capaz de crear el dispositivo de destrucción masiva más grande. Este rasgo, posiblemente grabado a fuego en nuestros genes desde la época de las cavernas, ha llegado a extremos casi ridículos a lo largo de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, una época conocida como la Guerra Fría. A lo largo de ese periodo, tanto los Estados Unidos como la ex-Unión Soviética se embarcaron en una demencial carrera destinada a mostrar al mundo que “mis bombas nucleares son más grandes que las tuyas” o “nosotros podemos hacerlos puré de una forma más eficiente que ustedes”. Si no fuese porque es la terrible realidad, hasta podría resultar gracioso.
Lo cierto es que al final del segundo conflicto bélico más grande de la historia parecía que los Estados Unidos era la potencia más importante del planeta. En su “currículo” figuraba haberse cargado dos ciudades enteras utilizando solo dos bombas en el proceso, algo de lo que ninguna otra nación podía –ni puede– jactarse. El gobierno ruso, por su parte, necesitaba demostrar que también estaba en condiciones de -si se lo proponía- destruir a sus enemigos utilizando la tecnología nuclear. Ambos países, bastante antes de que a alguien se le ocurriese que era una locura y propusiera firmar alguna clase de acuerdo que limitara los ensayos de armas nucleares sobre el planeta, se dedicaron alegremente a hacer detonar bombas atómicas sobre atolones, islas, desiertos y océanos, para demostrarle al otro que sus juguetes eran mucho más bonitos. Luego de algunos años de investigación, los físicos de ambos países sabían cómo hacer bombas de prácticamente cualquier potencia. La única barrera parecía ser el dinero disponible y -por supuesto- la estupidez humana.
El artefacto más grande que se llegó a poner a prueba fue ruso. La denominada “Bomba del Zar” fue detonada el 30 de octubre de 1961 a cuatro mil metros de altura, como demostración del poderío soviético. Recordemos que en esa época la propaganda política era fundamental. Se eligió como lugar para el ensayo un archipiélago situado en el Océano Ártico cuyo nombre seguramente no conoces (“ Nueva Zembla”) y se transportó la bomba a bordo de un bombardero Tupolev Tu-95 modificado. El artefacto medía unos ocho metros de largo y dos de diámetro, y pesaba alrededor de 27,000 kilogramos. Solamente el paracaídas destinado a frenar su descenso pesaba 800 kilogramos.
Durante su desarrollo recibió el nombre clave de “Iván”, y desde el principio fue concebida como un arma para intimidar. Su enorme tamaño la hacia prácticamente inútil en una guerra real, y no se construyó más que un ejemplar. Cuando fue detonada, generó una bola de fuego de unos 4.600 metros de diámetro, que alcanzó el suelo y rápidamente ascendió hasta la altitud de vuelo del bombardero que la había lanzado. Para ese entonces, el avión se encontraba a unos (relativamente) seguros 45 kilómetros de distancia. Los físicos que desarrollaron la bomba no tenían una idea exacta de su poder, así que por su acaso repintaron el bombardero con una pintura especial, blanca y altamente reflectante, para minimizar los efectos de la onda de choque térmica posterior a la explosión. El destello de la detonación pudo verse desde unos de 1000 km, y el hongo atómico alcanzó la magnetosfera, a una altitud de 64 kilómetros.
La explosión fue lo suficientemente intensa como para provocar quemaduras de tercer grado en personas que se encontraban a más de 100 kilómetros del punto de la detonación, y se produjeron daños y roturas de vidrios hasta a 1000 kilómetros del epicentro de la explosión. La temperatura en la zona que se encontraba debajo de la bomba se elevó casi instantáneamente hasta alcanzar el millón de grados. La presión atmosférica llego a los 211.000 kilos por metro cuadrado, más de treinta veces la que hay en el interior de los neumáticos de tu automóvil. La onda de choque, además de derribar casi todo lo que encontró a su paso en un radio de decenas de kilómetros, fue registrada dando la vuelta al mundo tres veces. La potencia liberada fue de 1.38% de la energía que proporciona el Sol.
A pesar de todo esto, no hubo una gran emisión de sustancias radioactivas. El diseño de la bomba había sido meticulosamente pensado para fuese “limpia”. En efecto, se reemplazó una de sus piezas -tradicionalmente construidas en uranio– por una de plomo, un material capaz de absorber la mayor parte de los neutrones rápidos procedentes de la fisión inicial, reduciendo su intensidad. El 97% de la energía generada provino de la fusión en lugar de la fisión.
Si no se hubiese reemplazado el Uranio, hubiese liberado una cantidad de radiación equivalente al 25% de toda la emitida en la historia del hombre. El tamaño y peso de la Zar limitaba su alcance y la velocidad a la que se la podía enviar a otra región del planeta. Sus 27 toneladas de peso la hacían absolutamente inviable para lanzarla mediante un misil balístico intercontinental, y gran parte de su potencia era radiada de forma ineficiente hacia el espacio. Por todo esto, la Bomba del Zar nunca se construyó en serie. Afortunadamente.