La Segunda Guerra mundial fue pródiga en el desarrollo e implementación de ideas absolutamente extravagantes. Dado que el ejército Alemán dominaba el Atlántico gracias a sus submarinos, las fuerzas aliadas comenzaron a pensar en la forma de tomar el control de los mares. Para ello, pusieron en marcha uno de los proyectos más descabellados de la historia: el desarrollo del Habbakuk, un portaaviones de más de 600 metros de largo, construido de hielo y pulpa de madera.
Transportar tropas o insumos a través del atlántico era la forma más barata que tenían los Estados Unidos de proveer a sus aliados de Europa. Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de Alan Turing y sus colegas, los submarinos alemanes convertían esa empresa en una verdadera ruleta rusa. Así es como los encargados de planificar la guerra decidieron crear una serie de barcos que fuesen prácticamente inmunes a los torpedos enemigos. Dichos buques deberían ser, además, baratos y rápidos de construir. En este contexto nació en Inglaterra el Proyecto Habbakuk, un portaaviones de hielo.
El padre de la idea fue Geoffrey Pyke, un hombre de apariencia extravagante y desalineada pero dueño de una mente absolutamente brillante. Iba por la vida sin calcetines y con el aspecto de no haberse afeitado o bañado durante días, con el pelo revuelto y la ropa arrugada. Sin embargo, se había hecho famoso durante la Primera Guerra Mundial al protagonizar una de las fugas más célebres de la cárcel de Ruhleben. Utilizando su ingenio, calculó los momentos del día en que el sol dificultaba a los guardias la visión de cada punto del campo y urdió un plan de escape exitoso. Antes de eso, se había destacado como pedagogo, comerciante, espía e inventor.
Todos sus inventos fueron poco convencionales. Se lo considera uno de los precursores del radar, por haber desarrollado un sistema de micrófonos, transportados en globos aerostáticos, que servían para localizar por triangulación a los aviones enemigos. A pesar de que su nombre es prácticamente desconocido, Geoffrey Pyke también fue el responsable del Proyecto Plough, un pequeño transporte ideal para desplazarse por la nieve que los estadounidenses convirtieron en el famoso M29, más conocido como La comadreja. Cuando Churchill se enteró de que Pyke proponía construir un barco de hielo, a pesar de que la idea sonaba –como mínimo– extraña, creyó que quizás podría convertirse en el arma que estaban buscando para acabar con el reinado de los submarinos alemanes.
Así fue como Pyke obtuvo “carta blanca” para iniciar las investigaciones. Realizó los primeros ensayos en secreto, dentro de un depósito de carne de un mercado londinense, el Smithfield Meat Market, que poseía un enorme frigorífico en el que había suficiente espacio como para llevar a cabo sus experimentos. Además, contrató a dos reconocidos científicos para que lo ayudaran en la tarea de conseguir bloques de hielo lo más resistentes posibles. El primero de ellos era Max Ferdinand Perutz, el mismo biólogo molecular que obtuvo el Premio Nobel de Química en 1962. El otro era Herman F. Mark, quien se convertiría más tarde en el padre de los polímeros.
El primer reto que tenían que enfrentar era conseguir modificar las propiedades del hielo ordinario para que se convirtiese en un material mucho más resistente y -sobre todo- que no se derritiese rápidamente. También era deseable que resultase fácil de reparar cuando fuese alcanzado por el fuego enemigo.
La solución que encontraron fue mezclar el hielo con pulpa de madera. Ambos materiales eran abundantes y baratos, y juntos tenían una dureza capaz de competir con la del hormigón. Luego de algunos ensayos, tenían en sus manos un material extremadamente sencillo y resistente, al que bautizaron “pykrete”, en referencia al apellido de Geoffrey y a “concrete”, la traducción inglesa de “hormigón”. La resistencia de este material era increíble: el punto de ruptura del hormigón es de unos 21 megapascales, mientras que el del pykrete variaba -según fuera su composición- entre 15 y 25 megapascales. El buque de hielo sería tan fuerte como si estuviese hecho de hormigón.
Faltaba solucionar el tema de la flotabilidad. A pesar de que el hielo flota en el agua, Perutz sabía que las corrientes lentas de hielo -un fenómeno conocido como “flujo plástico”- podía provocar el lento hundimiento del barco. Para evitarlo, debía mantenerse la temperatura del hielo a unos -16ºC. Era necesario aislar la superficie del barco y dotarlo de un equipo de refrigeración adecuado. Obviamente, dentro del hielo debían tender toda una red de tubos encargados de distribuir el frío por el barco.
Lo que había comenzado como un proyecto muy sencillo se iba complicando poco a poco. Sin embargo, Pike continuaba siendo optimista y se mostraba convencido que estas dificultades se irían solucionado a medida que el proyecto avanzase. El pykrete fue presentado a los jefes de Estado, almirantes y primeros ministros de las fuerzas aliadas, quienes aprobaron una considerable cantidad de fondos para la construcción de un prototipo de pequeñas dimensiones.
Este prototipo se comenzó a construir en Canadá, lejos de las posibles miradas enemigas. El sitio elegido fue el lago Patricia, situado en un lugar de difícil acceso dentro del parque nacional de Japer. El barco mediría 18 metros de largo, 9 de ancho, y pesaría algo más de un millón de kilogramos. Las 1.000 toneladas de pykrete se mantendría refrigeradas mediante un equipo de frío impulsado por un pequeño motor de un caballo de fuerza.
Se construyó un armazón de hierro y sobre él se comenzaron a montar los bloques de pykrete mejorado. El material había sido modificado por Perutz, quien descubrió que la composición ideal contenía un 14% de pulpa de madera y un 86% de agua. Los obreros canadienses, que no tenían demasiadas pistas sobre lo que estaban construyendo, bautizaron el proyecto como El arca de Noe.
A pesar de no haber solucionado definitivamente el problema del flujo plástico, Pyke se puso eufórico al ver el prototipo acabado. Había probado la fiabilidad del proyecto, y podrían comenzar con la construcción del modelo final. Sin embargo, la necesidad del armazón de acero y otros imprevistos hicieron que los costos se incrementasen y que el Reino Unido tuviese que solicitar fondos a Estados Unidos. Los estadounidenses pusieron una sola condición para entregar el dinero solicitado: Geoffrey Pyke debía abandonar el proyecto. Así fue como el ideólogo del Proyecto Habbakuk se vio desvinculado de él, perdió la cordura y se suicidó poco tiempo después.
En agosto de 1943 los jefes de Estado Mayor se reunieron para discutir las características del Habbakuk. Se pretendía que tuviese una autonomía de 11.000 km, que soportase cualquier tormenta y que fuese a prueba de torpedos. Esto obligaba a utilizar un casco de al menos 12 metros de espesor. Entusiasmados, los almirantes decidieron que debía poder llevar una flota aérea completa de bombarderos, y que estos pudiesen despegar y aterrizar en él. Sería un portaaviones, con una pista de más de 600 de metros de longitud.
A esta altura, ya se lo mencionaba como “Habbakuk II”. El monstruo debería ir armado, por lo que se solicitaron 40 cañones dobles de 4,5”, torretas de combate y “algunas decenas de cañones antiaéreos”. Mover semejante mole no iba a ser una tarea fácil, así que se dispuso dotarla de turbogeneradores de vapor con una potencia de 33.000 caballos, que suministrarían la energía necesaria para los 26 motores eléctricos que moverían las hélices.
Pero a fines de 1943, Portugal finalmente autorizó a los aliados el uso de los aeropuertos de las Azores, lo que permitió a los aviones aliados cazar con mayor eficiencia a los temibles submarinos nazis. De pronto, cruzar el Atlántico ya no era tan peligroso. Este hecho, sumado a las crecientes críticas de algunos altos mandatarios como Sir Charles Goodeve, hicieron que el proyecto comenzase a “hacer agua”. Goodeve tenía razón en algunos de sus cuestionamientos. Era paradójico que un barco fabricado con hielo para reducir los costes y reemplazar al escaso y caro acero necesitase kilómetros de tuberías de ese material para mantenerlo frío. Cuando el alto mando supo que el Proyecto Manhattan estaba casi terminado y que la “bomba nuclear” era posible, Habbakuk se fue definitivamente a pique.
La “Junta para el Desarrollo del Habbakuk” se reunió por última vez en diciembre de 1943, y llegó a la siguiente conclusión: “El gran Habbakuk II de pykrete ha resultado ser poco práctico debido a la enorme cantidad de recursos necesarios, lo que se suma además a las enormes dificultades técnicas que entraña”. El prototipo abandonado en el lago Patricia flotó, intacto, todo un año antes de derretirse. Su esqueleto permanece en el fondo del lago, donde un equipo de buceadores logró fotografiarlo hace algunos años. Esos restos y el pykrete -un material al que aún no se le ha encontrado un uso práctico-, es todo lo que quedó uno de los proyectos más extravagantes de la Segunda Guerra Mundial.