Cada día es más fácil y barato poner un objeto en órbita. Esto es muy bueno para la ciencia y las comunicaciones, pero si no somos lo suficientemente cuidadosos con la forma en que manejamos estos cacharros una vez que han terminado su misión, podríamos convertir la órbita baja de la tierra en un verdadero cementerio espacial inutilizable. Este problema ha sido analizado en profundidad por el consultor de la NASA Donald J. Kessler.
Estamos en una era en la que cualquier persona (siempre que tenga unos euros a mano) podrá poner en órbita su propio satélite. Con TubeSat, por ejemplo, está todo bien, porque cuando deja de funcionar (a las pocas semanas) se desintegra en la atmósfera. Pero si este tipo de iniciativas siguen prosperando, las consecuencias pueden ser nefastas para el futuro de nuestra carrera espacial.
A medida que aumenta el número de objetos que orbitan el planeta, también lo hace la basura espacial y las posibilidades de que alguno de esos trozos de basura termine impactando contra algún aparato que todavía se encuentre en servicio. Este escenario ha sido concienzudamente analizado por el consultor de la NASA Donald J. Kessler, en cuyo honor el problema se ha bautizado como “Síndrome de Kessler”.
El Síndrome de Kessler
Según Kessler, en algún momento del futuro cercano, el volumen de basura espacial en la órbita baja terrestre será tan alto, que los objetos en órbita tendrán una gran probabilidad de ser impactados por los escombros. Este proceso creará aún más basura, lo que a su vez aumentará el riesgo de que otros satélites sean impactados, creándose un perjudicial circulo vicioso. A medida que el número de satélites en órbita crece y se vuelven viejos, la probabilidad de sufrir el Síndrome de Kessler se hace mayor, ya que la mayoría de los satélites “jubilados” no poseen combustible que les permita “correrse” en caso de que se vean amenazados por algún trozo de basura.
Lo que hace tan peligroso al Síndrome de Kessler es el “efecto dominó”, ya que los impactos que se produzcan entre dos objetos de masa importante creará mucha basura adicional como resultado de la colisión. Cada pedazo de metralla posee el potencial de causar daño a otros objetos que se encuentren en órbita, lo que a su vez crea más basura espacial. Si ocurriese una colisión lo bastante grande -entre la estación espacial y un satélite, por ejemplo- la cantidad de basura generada podría ser lo suficientemente alta como para que la órbita baja de la tierra quede inutilizable.
La basura espacial viaja a velocidades demasiado altas como para intentar recogerlas. Además, su gran número y pequeño tamaño hacen inviable el diseño de misiones específicas para sacarlas de órbita. Por supuesto, todos estos objetos, en algún momento, sucumbirán a la resistencia del aire en la extremadamente tenue alta atmósfera y se quemarán durante el reingreso, pero es un proceso muy lento que requerirá cientos (o miles) de años. Algunos trozos de metal ferrosos que pueden interactuar con el campo magnético terrestre caerán primero, dentro de algunas décadas.
Las agencias espaciales conocen bien este problema, y diseñan las misiones teniendo en cuenta todo lo necesario para que los objetos que se envían al espacio no terminen dañando otros vehículos. Por ejemplo, los satélites puedes ser desechados de forma segura al final de su vida útil, ya sea por medio de un reingreso controlado en la atmosférica (en caso de órbitas bajas) o enviándolos a una “órbita cementerio” en el caso de que sean del tipo “geoestacionarios”. Sabemos que la fricción de la atmósfera mantiene las órbitas más bajas limpias.
Todo lo que gire a menos de 500 kilómetros de altura y no disponga de combustible para hacer correcciones, será barrido en pocos meses. Pero las orbitas altas, en las que se encuentran los satélites de comunicaciones, no disponen de este “asistente de limpieza” natural.