Si debemos nombrar a un periférico que genera odio instantáneo entre todos los usuarios de ordenador, independientemente del idioma, la región, la marca escogida o el sistema operativo instalado… es la impresora. Aún con años enteros de desarrollo sobre los hombros, cada fabricante se las ha arreglado para lanzar al mercado un modelo espantoso tras otro, mientras que en segundo plano existe algo mucho peor: Sus prácticas abusivas a la hora de vender tinta, cuyo costo original es de unos pocos centavos, y llega a las estanterías siendo más cara que las lágrimas de una sirena.
Cualquier esfuerzo por entender la economía de la tinta de impresora nos lleva inevitablemente al comienzo del llamado «modelo de cebo y anzuelo», mucho mejor conocido al otro lado del charco como «razor and blades». La idea detrás de este modelo es que un artículo sea ofrecido a un precio muy bajo (o gratis de ser posible) para luego obtener ingresos a través de un ítem complementario. Aunque parezca mentira, no fue Gillette el inventor de este modelo, sino sus competidores directos quienes aprovecharon el vencimiento de las patentes. Más contundente aún fue el caso de John Rockefeller y Standard Oil, con el dumping efectivo de ocho millones de lámparas de queroseno en China para disparar la demanda del combustible.
Y así llegamos a la historia de nuestro youtuber de turno, Gregory Austin McConnell, quien diez años atrás trabajaba en la sección de soporte técnico telefónico para una compañía de alto perfil. Lógicamente, el empleador requería que su personal de soporte también opere como equipo de telemercadotecnia (de hecho, así son entrenados) y trate durante la sesión de vender a sus clientes algún accesorio extra en el catálogo.
En una de sus tantas comunicaciones, todo parecía listo para cerrar la venta de una impresora, y al explorar la lista de modelos disponibles McConnell notó que cada producto tenía dos precios, uno que indicaba el valor final de venta, y otro de manufactura. Cuando llegó a la sección de tintas, descubrió el horror: El paquete de cartuchos se vendía a 60 dólares, pero su costo de fabricación era de apenas 23 centavos de dólar.
Eso convierte a la tinta de impresora en uno de los diez líquidos más caros del mundo, superando incluso a la sangre humana. El resto del vídeo se encarga de explorar al antes mencionado modelo razor and blades, y explica la construcción básica de un cartucho, que más allá de las declaraciones oficiales sigue siendo una carcasa de plástico llena de tinta. Al mismo tiempo, los chips integrados en los cartuchos se encargan de generar notificaciones falsas sobre falta de tinta una vez que cruzan un determinado umbral, y en muchos casos, de detectar cuando el cartucho fue rellenado, acusando al usuario de ser un ladrón pecaminoso que arderá en el infierno (?).
El fraude de los cartuchos de tinta es tan grande que incluso llegó a la Corte Suprema de los Estados Unidos («Impression Products v. Lexmark»), pero hay algo más: Varios modelos de impresoras mezclan un poco de tinta cian con el negro, acelerando el consumo del cartucho a color. La tinta es costosa, los cartuchos son pequeños y los controladores repulsivos, el modo inalámbrico no funciona casi nunca «y» es un riesgo de seguridad… inaceptable. McConnell llama a un cambio radical en el modelo de impresoras de chorro de tinta, aunque al principio básicamente nos da la respuesta: Abandonar esa tecnología, y adoptar una impresora láser cuyos toners sean fáciles de hackear/rellenar.