Mientras que un montón de tíos con varios doctorados a cuestas buscan la forma de resolver el problema que plantean los miles de toneladas de plásticos que se desechan en todo el planeta, un muchacho de 16 años acaba de descubrir una bacteria que podría –literalmente– comérselo todo de un par de bocados.
Al parecer, un adolescente canadiense (estudiante de nivel medio) llamado Daniel Burd, ha solucionado uno de los mayores problemas ecológicos a los que se enfrenta la humanidad: el plástico. Es que los efectos de la contaminación por plásticos no degradables, que necesitan decenas de siglos en ser descompuestos, podrían reducirse drásticamente gracias a una bacteria que es capaz de dar cuenta de ellos en solo tres meses.
Cada año se producen en el mundo miles de millones de bolsas y envases plásticos, que terminan ocupando espacio en los vertederos públicos, volando por calles y parques o incluso flotando en lagos y mares. El problema es que, al contrario de lo que ocurre con el papel o el cartón, el plástico no se degrada con facilidad, por lo que una vez desechado constituye un problema ecológico grave. Los expertos han propuesto algunas soluciones, que incluyen desde el reemplazo del material de nuestros paquetes hasta el uso de enormes aparatos de microondas para convertir los envoltorios en combustibles. Por supuesto, en la práctica nada ha dado resultado.
Pero Daniel Burd, estudiante del “Waterloo Institute” encontró la forma de hacer que las bolsas de plástico se descompongan de forma “natural” en solo tres meses. La idea, en primera instancia, le hizo ganar el primer premio en la “Feria de la Ciencia” en Ottawa. Esto le permitió acceder a un premio de 10.000 dólares y una beca de 20.000. La segunda buena noticia es que ahora tenemos una manera práctica de terminar con esta verdadera maldición ecológica con forma de bolsa camiseta.
“Casi cada semana tengo que hacer las tareas domésticas y cuando abro la puerta de WC, tengo esa avalancha de bolsas de plástico”, explica Daniel. “Un día me cansé de todo esto y comencé a averiguar qué hacían otras personas con estas bolsas de plástico.” El resultado de sus consultas fue bastante desmoralizante: “Nada”. Burd se puso a trabajar para encontrar una solución al problema. Partió de la base de que, si le damos el tiempo suficiente, el plástico finalmente se degrada gracias a determinados microorganismos. Comenzó a elaborar un plan para aislar las bacterias encargadas de realizar esta tarea, pero pronto se dio cuenta que no sería algo fácil, porque no existen en gran número en la naturaleza.
Burd mezcló una parte de su basura doméstica con levadura y agua del grifo, luego añadió plástico finamente picado (hecho polvo, en realidad) y puso el mejunje a cocerse a fuego lento. Como “grupo de control” utilizó unos frascos en los que puso restos de plásticos previamente hervidos, es decir, absolutamente libres de bacterias. Seis semanas más tarde, al pesar los recipientes, notó que el peso de sus cultivos había disminuido en un 17%, mientras que los frascos de control pesaban exactamente lo mismo. A continuación, Burd realizó experimentos similares pero utilizando diferentes temperaturas y agregando acetato de sodio como fuente de carbono para ayudar a las bacterias a multiplicarse. A 37 grados y con un poco de acetato de sodio, Burd alcanzó el 43% de degradación en un plazo en seis semanas. Finalmente, Burd aisló a los microbios que le interesaban. Uno pertenece al género Pseudomonas, y el otro al Sphingominas.
Ahora, hay que convertir el experimento hogareño de Daniel en un proceso a escala industrial. No parece muy difícil de lograr, ya que lo único que se necesita es un fermentador, un medio de crecimiento, plástico (que es lo que sobra) y las bacterias. Un punto destacable es que las mismas bacterias que se zampan el plástico pueden aportar la energía necesaria para calentar la mezcla, ya que estos microbios producen calor a medida que comen. La única pega de todo el proceso es que como subproducto se obtienen dosis minúsculas de dióxido de carbono, gas de reconocido efecto invernadero. Los expertos creen que este es un precio que vale la pena pagar, y que incluso podrían modificarse genéticamente a las bacterias implicadas para minimizar el CO2 liberado. Sin dudas, parece que este estudiante les ha matado el punto a todos. ¿Quién dijo que la juventud está perdida?